jueves, 16 de julio de 2009

“LA VIDA ES BELLA”… A VECES

Hace unos años atrás, cuando el secundario se volvía una responsabilidad muy grande para mi corta experiencia de vida. Un profesor nos “hizo” ver una película de Roberto Benigni. El solo hecho de plantarse ante un curso con un video en las manos, generaba un ambiente de distensión. Apagar la luz y bajar las persianas para evitar los reflejos en el televisor, despertaban los comentarios más graciosos de “los chicos del fondo”. Hacían falta un par de llamados de atención para calmar a las fieras y finalmente darle comienzo a una película, que seguro era “un embole”. “La vida es bella” comienza a avanzar sus minutos en la video casetera… Años más tarde, me encuentro frente a un monitor LCD que aún estoy pagando en cuotas, con un DVD en mano y la melancolía de ver esa misma “obra del séptimo arte” que se convirtió en una de mis favoritas cuando cursaba tercer año. La trama comienza en 1939, un joven emprendedor llamado Guido, junto a su tío Eliseo trabajan de camareros en un distinguido hotel de Arezzo, Italia. En él, atendían a los más distinguidos personajes de la ciudad. Durante sus paseos en bicicleta solía toparse con una maestra de escuela llamada Dora, quien estaba comprometida con un militar fascista, al que deja por este aventurado descendiente de judíos, con el que se casa y tienen un hijo, Josué. Esta historia, es el relato del personaje más joven, quien cuenta cómo su padre lo cría y lo cuida, en épocas de fascismo y antisemitismo. Tiempos en donde podía cruzarse con dos niños llamados “Benito” y “Adolfo” mientras jugaban en una mercería. Cuando se enseñaba en las escuelas que hay una “raza buena”, “superior” al resto. En donde las ecuaciones no incluían “caramelos” o “figuritas” en sus planteos, sino “inválidos” o “negros”. En otras palabras lo que Benigni logra es mostrar con hechos cotidianos, cómo la discriminación era algo propio de la sociedad. Algo que se aprendía en la escuela y se veía en las calles, en carteles que advertían: “no se permiten perros ni judíos”. Algo parecido a lo que nuestra sociedad vivió treinta y pico de años más tarde que la Segunda Guerra Mundial. Buenos por un lado y malos por el otro. Aquí no interesan los colores de las banderas adversarias. Solamente la tortura es lo que toma el rol protagónico. “Milicos” contra “zurditos” y viceversa. Mucha sangre derramada, lágrimas que no encontraron su hombro, familias destrozadas, causas que aún no se resuelven. El desprecio por el que pensaba diferente. El asco por los que militaban otros ideales. Las miserias humanas. La insignificancia de una vida. En el medio, las experiencias de los que viven de cerca el dolor. Dormir sin cerrar los ojos, sin abrigo, reír sin la risa. Eso es lo que muestra la historia que cuenta Josué. El castillo de cristal que su padre le construyó en un campo de tortura y explotación. Un largo juego, donde el objetivo era sumar mil puntos para ganar un tanque “de verdad”. Los soldados alemanes son los malos y si lo descubren, pierde. Cada día, “Guido” le inventa un nuevo juego a su hijo, entre payasadas y fantasías logra mantenerlo con vida hasta el fin del juego. Salir de la realidad es necesario, para todos los que viven la tortura del campo de concentración. Esto mismo se ve reflejado en el personaje de un médico, al que “Guido” le servía el almuerzo en el hotel que atendía junto a su tío. Juntos compartían su pasión por los acertijos. Estos personajes se cruzaron nuevamente en la revisación médica que se hacía antes de asignar las tareas que cada prisionero realizaría. En una reunión de dirigentes alemanes, en la que el protagonista vuelve a su rol de camarero, este médico le pide por favor que lo ayude a resolver una adivinanza, porque por las noches no podía dormir. En esta escena se logra descifrar que lo que el médico le pide a “Guido”, es que lo ayude a “olvidar” de lo que está participando como cómplice. Esclavitud, torturas y decenas de muertes diarias, algo que podría convertirse en el destino de su “protegido”. Escenas grises, rostros sucios, cuerpos debilitados, otros erguidos y poderosos. Imágenes que me traen a la mente una película argentina, “Garaje Olimpo”. Este trabajo del director Marco Bechis, se sitúa en la época de la dictadura. Trata sobre una relación de amor y odio entre María, una joven militante y Félix, quien trabaja en un campo militar de exterminio. La captura de María los cruza en el centro clandestino de detención, y es allí donde surge su historia de “amor”, en la que ella se refugia y él se desahoga. Es en éste punto donde se entrecruzan las dos narraciones, una acerca del holocausto judío, otra de la dictadura militar. Historias que se unen en el refugio, donde la necesidad de un personaje fuerte, le pide paz al más desprotegido. “Guido”, logra mantener a su hijo dentro del “juego”, sin quitar la inocencia y la paz que un pequeño de cinco años tiene en su mente. Hoy la analizo diez años más tarde, lejos del uniforme y los recreos. Una misma sensación envuelve mi ser. Por poco las cosas no salen como quisiera, el final triste llena una vez más mi garganta de nudos. Esa sensación de vacío hace que un profundo escalofrío surja. La impotencia de los errores del pasado, el miedo por repetirlos en el futuro…

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